9 Sep 2010

Animales, alma, racionalidad y cerebro

Por José Luis Sánchez

(Colaboración del biólogo Jose Luis Sánchez)

Definir la palabra “alma” no es fácil, debido sobre todo a los diferentes contextos filosóficos y religiosos en los que ha sido utilizada, pero se podría decir que el “alma” sería un ente inmaterial encargado de la parte psicológica del ser, o sea, de su personalidad, de sus emociones, su voluntad y su intelecto.

Los babilonios pensaban que el “alma” residía en el hígado. En cambio los egipcios, y también el propio Aristóteles, pensaban que estaba en el corazón, y Descartes, con su famoso dualismo, afirmaba que sólo los humanos tienen pensamientos, o sea “alma”, y que los animales pertenecen al mundo material y sus vidas y movimientos se efectúan de forma mecánica. Se refería entonces al ser humano como un ser racional y a los animales como seres irracionales.

Afortunadamente hoy sabemos que nuestras capacidades intelectuales no residen en el hígado, ni en el corazón, sino en el cerebro, y que allí no hay nada más que millones de conexiones neuronales, y que los mecanismos de funcionamiento de este impresionante órgano no necesitan de ningún “alma celestial” para ser explicados. También sabemos que esa supuesta racionalidad no es exclusiva del ser humano. Ya el propio Darwin afirmaba que "las distintas emociones y facultades —como el amor, la memoria, la atención, la curiosidad, la imitación, etc— de las que se jacta el hombre, se encuentran en forma incipiente y a veces bien desarrolladas en los animales inferiores". Al igual que nosotros, otros primates también son capaces de utilizar sus capacidades mentales para resolver determinados problemas. Por ejemplo se ha visto a gorilas construir puentes con maderas para salvar un arroyo o incluso utilizar varas para medir la profundidad de un lago antes de cruzarlo. La garza de espalda verde lanza pequeños señuelos -como ramitas u hojas- a la superficie del río para que los peces se sientan atraídos y así poder pescarlos. Hay infinidad de ejemplos en todo el reino animal.

En mayor o menor medida, el cerebro de los humanos tiene los mismos componentes que el cerebro de cualquier otro animal y, si bien existen diferencias entre las capacidades mentales del ser humano y del resto de las especies, estas diferencias son fundamentalmente de grado y no de clase, ya que la evolución actúa sobre lo que ya existe y lo suele hacer de forma gradual, sin grandes saltos. Separar a los “humanos racionales” de los “animales irracionales” ya no tiene ninguna base científica y bueno sería ir enterrando este tipo de expresiones, que muchas veces suponen una barrera, y son utilizadas para justificar el sometimiento que el ser humano impone al resto de los animales.

De todas formas, todas estas cuestiones sobre racionalidad e irracionalidad quedan en un segundo plano a la vista de los nuevos descubrimientos neurocientíficos. Lo voy a explicar de forma muy resumida para no hacer demasiado extenso el artículo. Según los experimentos del neurólogo estadounidense Benjamin Libet, y todos los posteriores que se han hecho en ese sentido, parece ser que nuestros actos no están determinados por nuestra consciencia. Es decir, cuando creemos que hemos tomado una decisión, como por ejemplo levantar una mano, nuestro cerebro ya ha iniciado la acción unas décimas de segundo antes. La intención razonada de hacer algo es una consecuencia de un impulso neuronal sobre el que no se tiene ningún control. Puede parecer raro, pero bien pensado es lo más lógico. Las leyes físicas y químicas que operan en el universo son suficientes, no sólo para explicar su origen, como dice Hawking, sino también para explicar la vida y por tanto el  funcionamiento del cerebro.

Como dice José M. Delgado, director de Neurociencias de la Universidad de Sevilla, “somos fruto de la actividad de nuestro cerebro: nuestros deseos, ambiciones, decisiones, habilidades motoras y percepción del Universo que nos rodea son el resultado de la actividad neuronal… Y como las neuronas están hechas de moléculas no pueden generar la toma de decisiones libremente escogidas”. Por lo tanto, el llamado “libre albedrío”, o la capacidad que tenemos de elegir y tomar nuestras propias decisiones, puede ser una mera ilusión de nuestro cerebro, cuya función, según apunta Francisco Rubia en su libro “El fantasma de la libertad” podría ser sólo un mecanismo más de supervivencia para la especie. Ni que decir tiene de las implicaciones éticas, religiosas o incluso judiciales que estos nuevos descubrimientos puedan tener, estoy hablando de responsabilidad, imputabilidad, pecado o culpa, lo cual ya esta planteando fuertes debates en países como Alemania.

Aunque adentrarse es este tipo de avances científicos puede resultar fascinante, no voy extenderme más. En definitiva, en lo que vengo a insistir es en que no podemos negar la evidencia, los seres humanos no somos ninguna creación divina que nos diferencie del resto de los animales. Nosotros somos animales, y somos fruto de la evolución, somos parientes del resto de seres vivos del planeta, y nuestra existencia y nuestros actos se explican, o se explicarán, sin necesidad de recurrir a ningún ser “superior” que nos marque diseños o caminos a seguir.

Fuente imágenes: Hellenica, Andrew Mason, Baboon.